jueves, julio 28, 2005

algo redundante algo

Continuidad de los parques
Julio Cortázar
( Final del juego - 1956)

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otro vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

lunes, julio 25, 2005

sábado, julio 23, 2005

detrás de dos colinas, una alberca

Si bien ayer aquí se presento un conocido temible sin malas intenciones. Platicamos un rato, yo con la cara hinchada y sabor a sangre en la boca (esa tarde me sacaron pedacitos de Leo de la boca). Me platicó acerca de mi abuelo fallecido: de su nobleza, de su amor por sus hijos, de su tenacidad y de su inteligencia para los negocios. Una frase de entre todas las que legó mi abuelo resaltó, “después del miedo está el dinero”, esa era su verdad. Después de eso comenzó a hablar de nuestro molde como nuestro límite y de la celda que es nuestra mente –una caja-. Poco a poco la conversación se volvió amorfa y terminamos en banalidades.

Rato después, subí las escaleras y decidí hacer caso omiso a los consejos de sabiduría cósmica del abuelo (que siempre daba los besos tronados, del corazón, sin hipocresías). No era tiempo atravesar, aún no, no era conveniente, no valía la pena. Todo era bonito antes del miedo.

Después platicamos tú y yo. Me pones de nervios mujer. Detesto pensar que pasará después, pero te juro, no es nada comparado en como detesto pensar en antes. Estoy tranquilo, creo que ya pasó la peor parte.

Para mi abuelo después del miedo esta el dinero. Para mi, después del miedo es solamente un mejor lugar para estar, aún solo.