miércoles, septiembre 15, 2004

fábulas del manicomio I: las armas secretas

Marina miraba como Mauricio masticaba metal. Los ojos perdidos en todo el espectro de maravillas y mundos alternos para los que alcanzaba la pared amarillenta frente a ella. Habían estado sentados ahí por ya más de tres horas, esperando; cuatro paredes, dos sillones encontrados, una mesita entre ambos, ventana, persiana y una planta de plástico. Al principio, al menos en términos de Marina, habían tenido una buena discusión; eventualmente el divagar absurdo de ambos terminó por confundirlos hasta que ninguno de los dos pudo seguir el hilo a sus propias ideas Ahora, perdidos, los dos permanecían en silencio.

Mauricio se encontraba sentado en un sillón y Marina en el otro, mirándose fijamente, ambos hipnotizados por el constante chasquido de babas que producía la boca de Mauricio mientras masticaba una bala.
La masticaba todos los días incansablemente, siempre babeándose a sí mismo y produciendo esos insoportables chasquidos; nadie lo molestaba al respecto; nunca a él y nunca a su afición de masticar ese pedazo de plomo. Marina no podía evitar pensar como la bala en que Mauricio hundía los dientes debía de tener las entrañas tan podridas que para este entonces serían una cremosa sustancia verde. Nada más que el metal aplastado podría haber difuminado el dolor que sentía en esos años tirado en la cama. La bala, regalo de cualquier sin nombre, era aplastada, comprimida y deformada por los dientes de Mauricio cada vez que los dolores de aquel entonces lo apuñalaban… lejos estaban ya esos días, ahora simplemente masticaba la pieza de metal por traer algo en la boca, además de la sarta de estupideces características de su ya ni tan querida persona.

Las horas continuaban pasando y ahora Mauricio midió a Marina con la mirada, la rígida sonrisa nerviosa plasmada en su cara cachetona y temblorina, la regordeta figura que siempre anunciaba su presencia desde el horizonte, su caminar apresurado, el movimiento de sus brazos como intentando sostener todo lo que se podría caer, sus ojos hundidos y atentos, antes tan llenos de posibilidades, ahora sólo repasando la silueta de cada objeto de la habitación incansablemente. Espera, aguarda, expecta.

Marina alguna vez había sido un ser muy diferente al de ahora, el miedo no la acosaba antes. Marina siempre con su espíritu de aventura/discordia/curiosidaddelgato(ahora muerto), el mismo espíritu que cuando niña la empujaba a cometer cualquier cosa que se le viniera a la mente, preguntar cualquier pregunta indiscreta, a cuestionar cualquier idea en otros amputada. Una niña revoltosa, siempre embarrada de mocos, siempre susceptible a sus propias ganas de intentar lo que simplemente nadie mas hacía: tomar 14 vasos de agua uno tras otro, comer queso con limón, elevarse y golpearse con el techo: “a ver que pasa”. El mismo espíritu que le hizo rasparse las rodillas, picarse los ojos e hizo enfurecer a adultos con antagonismos totalmente coherentes; esa era Marina, era. Hasta el día en que ya no fue, desde entonces doña Antonieta acompañaba a Marina, siempre a su lado y siempre dándole recomendaciones sobre una vida prudente.

Mauricio reconoció el sonido que cada día durante el tiempo que había estado recluido en ese edificio escuchaba a la misma hora, – son las seis -, se le revolvieron las tripas. Marina ni siquiera notó el sonido, ahora había quitado su mirada del cuarto y seguía cada mota de polvo a contraluz que a su ver describía patrones bastante coherentes.

Mauricio se levantó de su asiento con un brinco escandaloso rompiendo el ritmo, luego se sentó ceremoniosamente; Marina lo regañó, ¿por qué él habría de asustarla cuantas veces tuviera la oportunidad?, Mauricio la ignoraba, se limitaba a pensar en su idea –escaparía, explotaría, todos se conmocionarían- un día mas ya no era razonable, no, ya no más; libertad; era casi demasiado perfecta, le quitaba el sabor a fierro de la boca y lo reemplazaba por la dulzura de la realización, como nieve de vainilla y catsup. Marina miraba como Mauricio observaba cuidadosamente la bala, moviéndola entre sus dedos y luego poniéndola de vuelta en su boca.

Doña Antonieta le comentaba a Marina acerca de los eventos importantes que ahora aquejaban a nuestra nación y como ella debía de interesarse por conocer más acerca de los acontecimientos trascendentes que transformaban nuestras vidas a diario; con las mismas palabras con las que se lo venia diciendo desde hace años y años, días y días, e incluso, hace un ratito. Por supuesto Marina la escuchó solícitamente, doña Antonieta nunca se callaba, nunca ni por un segundo y por más que la pobre Marina suplicaba silencio ella nunca cesaba y Marina siempre la escuchaba –podría decir algo importante- … siempre con su voz chillona y respiración forzada. Marina devolvió su mirada a la luz que se colaba por la ventana, pensaba en el ruido que ahora colmaba la habitación, era un estruendo, sintió miedo, miedo no del que hace cerrar los ojos, sino miedo del que no deja abrirlos, el corazón se le exprimía, además del fétido olor que ahora la atacaba hasta sacarle lagrimas, aún así Doña Antonieta seguía en su cacareo.

Marina apreció el ambiente tranquilo y silencioso que ahora reemplazaba los chasquidos de saliva y el constante rumiar de su interlocutor material. Se llenó de fuerza, Marina se sintió por un instante como la infante revolcada en lodo que algún día fue; pudo sentir como sus parpados abrían el telón de la realidad. Se vio contenta. Observó las ideas de Mauricio plasmadas en la pared, en ese momento Doña Antonieta se levantó y dio el portazo indignada, por supuesto.

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